El 17 de marzo de 1987 nació mi hija mayor. Fue un embarazo difícil, en el que su madre, después de estar ingresada en el hospital desde el quinto mes, estuvo a punto de perder un riñón. Asaeteada por las inyecciones y el gota a gota durante esos meses, aguantó con esa fortaleza que da el instinto, entre animal y salvaje, de las madres y la ilusión por ese ser que llevaba dentro. El parto no fue menos complicado estando su madre hervida por la fiebre y con la angustia que, de un momento a otro, la infección que tenía le provocase una septicemia. Cuando ya pasó todo le pregunté por los dolores del parto y ella me contestó que no se había enterado, que el dolor de un cólico nefrítico era mucho más fuerte que el de un parto.
Con tanto riesgo, no pude estar en el quirófano. No pude ver nacer a mi hija. Pero recuerdo el instante cuándo la ví por primera vez en este mundo, aún sucia y envuelta en ese papel de aluminio en el que me la trajeron. Ojos abiertos, color miel. Toda su cara eran ojos y pestañas. Enormes pestañas. Me extendió los brazos y por un momento pensé que me veía. Entonces la cogí en mis brazos por primera vez. Fue un movimiento instintivo, como el pensamiento que tuve. “Mi vida por la tuya”. Sin atisbo de dudas. El más real que había tenido nunca. Luego, cuando vino al mundo mi segunda hija, tuve la misma sensación, idéntico sentimiento. Ese fue mi primer pensamiento, el primer sentimiento al tenerla allí, pensando que podía romperse en cualquier momento. “Los niños nunca se rompen en brazos de sus padres” me dijo la enfermera intuyendo mi preocupación. En ese momento me dí cuenta que estaba llorando y que mi felicidad iba a cambiar de nombre…

Valldeflors. Así se llama mi hija mayor. En casa la llamamos Flors. No, no le busquéis traducción. Es un nombre único que tomamos de una Virgen patrona de un pueblo situado en la falda del Pirineo, en la comarca del Pallars Jussà, Tremp. Allí nació su madre que también lleva el nombre de la patrona de su pueblo, pero el nombre antiguo. María Davall de Flors. El nombre no obstante, aunque precioso, se las trae… y tiene anécdota. Fue cuando, al día siguiente de nacer Flors, me dirigí al Registro Civil a inscribirla. Delante de mí, otro padre hacía lo propio con su hija. Vanesa, se llamaba y le dieron el libro de familia en cinco minutos.
- “¿Qué nombre le ponemos a su hija?”, me preguntó la funcionaria.
- “Valldeflors”, le contesté con una entonación que no dejaba lugar a dudas del nombre.
- “¿Cómo? ¿Y de dónde viene ese nombre? Ya sabe que los nombres que no existen no se pueden inscribir”
- “Es la patrona de Tremp”
- “¿Tremp, dice? Espere que voy a ver si está en el libro del ‘Ómnium Cultural’” Y se fue hacia el interior del despacho en busca del libro “Ummm. Aquí no está… A ver…”, pasa que te pasa las páginas la funcionaria y, nada. Ya me empezaba a poner nervioso.
- “Mire, ve” le dije enseñándole el DNI de mi mujer, “su madre se llama igual, bueno con el nombre antiguo, y lo pudo inscribir y todo esto antes de 1975” y pensé, “Cuándo los nombres en catalán no se podían inscribir”
- “Ya lo veo, ya. Pero en el libro no viene y si no viene, no la podemos inscribir con ese nombre”, afirmó muy segura la funcionaria. Yo, que no podía olvidar el padre que, justo delante de mí, había inscrito a su hija con el nombre, tan español, de “Vanesa”, no me reprimí y le dije ya más serio:
- “Oiga ¿Y el nombre de ‘Vanesa’ existe? Porque a mí eso me suena a serie de televisión”
- “Por supuesto que existe. Nada impide poner a los recién nacidos un nombre americano” Habíamos llegado a un callejón sin salida en la conversación y me veía inscribiendo a mi primogénita con el nombre de “Valldeflowers” o algo así. A todo esto que apareció por allí, saliendo del interior, alguien que se identificó como el Juez registrador.
- “Vamos a ver caballero” (ese era yo) “Hagamos una cosa, Ud. me demuestra que el nombre es el de la virgen, y yo le inscribo a la niña”
- “¿Y cómo hago eso?¿Le traigo al cura del pueblo para que testifique?”
- “No, caballero, no hace falta que traiga Ud. a nadie ¿No tendrá una estampita de la virgen donde ponga su nombre?”. Aquello me cogió de sorpresa y casi me parto de la risa cuándo oí lo de “estampita”. Pero el individuo aquél lo decía muy serio y me puse a pensar. Recordé que si, que aún conservaba una postal de la virgen en casa. La tenía del día que nos casamos, naturalmente en la basílica, de más categoría que una iglesia en el escalafón religioso, del pueblo. Me la había facilitado el cura con el que uno tenía que ‘hacer ver’ que se confesaba antes de recibir el “sagrado sacramento del matrimonio”. Se la regalé al registrador al día siguiente y él la guardó dentro de aquél libro gordo y rojo al que le llaman “Òmnium”. E inscribí a mi niña con el nombre que queríamos su madre y yo…

Podría estar escribiendo sobre la vida de Flors durante mucho tiempo. Sus diecinueve años están salpicados de anécdotas. Sus diecinueve años están llenos de vida. No lo voy a hacer. No debería decir, por si acaso ella me lee (que seguro que me convencerá para que lo haga) que es una mujer que se cree afortunada. Se cree afortunada porque puede ir a la Universidad, a la que ella ha querido. Se siente feliz porque tiene amig@s y padres que ejercen como padres, como ella nos pidió. Y una hermana que la adora. Está contenta porque, con su inteligencia y habilidad, lo ha conseguido todo. Y sabe que heredó de su padre la pasión por escribir e imaginar mil historias y el gusto por la lectura. De su madre, lo mejor. La belleza, su fuerza interior, la lealtad, la valentía para encajar la vida de frente.
Ella no sabe que la fortuna la hemos tenido sus padres con el regalo que la vida nos ha ofrecido primero con ella y, luego, con su hermana. Ella no sabe que, para nosotros, sus padres, la felicidad lleva el nombre de Valldeflors y Rosa, cuando las vemos sonreír. Ella no sabe que el Amor, ese que se construye con mayúsculas y que es para siempre, lo escribimos con sus nombres.

Felicitats Flors. T’estimo.